El 6 de octubre de 1849 el vigilante del embarcadero de Baltimore vio llegar a una extraña figura: era un pobre diablo vestido con unos harapos desgarrados y afectado de escalofríos y debilidad. Pretendía dejar su escaso equipaje en el embarcadero, ya que por la mañana debía salir hacia Filadelfia. Luego, el vigilante vio como aquella triste figura se decidía a entrar en una de las tabernas del puerto. Ahí, seguramente encontró antiguas amistades que lo entretuvieron.
Por la mañana, semiinconsciente y tendido en medio de la calle como un perro moribundo, el vigilante se encontró con aquel viejo que apenas tenía cuarenta años. No tenía documentación, ni dinero y todo el mundo ignoraba su nombre, por lo cual fue trasladado anónimamente a un hospital. En medio de terribles delirios alcohólicos e incesantes imágenes de horror, murió, al día siguiente. «Así desapareció de este mundo uno de los mayores héroes de la literatura, el hombre de genio que había escrito, en El gato negro, estas fatídicas palabras: ¿Qué enfermedad hay comparable al alcohol?». Lo dijo Charles Baudelaire. El indigente era Edgar Allan Poe.
Poe vivió una vida tortuosa marcada por el dolor, dolor que nacía de su ánima melancólica y depresiva que buscó refugio en las drogas y el alcohol. Todavía hoy se discute acerca de las causas de su muerte: si fue una diabetes, si fue alguna deficiencia enzimática, si fue la rabia, etc. Seguramente su cuerpo, y su mente, demasiado cansados para seguir hacia delante, simplemente dijeron basta, hasta aquí llego, y se rindieron a aquel enemigo que ya le había atacado otras veces: el delírium tremens. Poe fue un adicto al láudano ¿a parte del alcohol?, como Coleridge, su admirado maestro y, también, su modelo en psicopatología. Su tío, en el momento del sepelio, declaró: «Había conocido tanto dolor y tenía tan pocos motivos para sentirse satisfecho con la vida, que este cambio apenas si puede considerarse una desgracia».
A pesar de lo que se pueda pensar, empero, el alcohol no perjudicó su labor literaria. Todo lo contrario, parece como si sus mejores obras ¿es el caso del poema El cuervo? siempre hubieran ido acompañadas de una crisis alcohólica. El alcohol era el alimento de su imaginación, el billete de ida a ese mundo de ultratumba que ilustran sus escritos. El camino más directo al infierno sobre el cual tanto escribió.
Jorge Luis Borges se ha referido a la importancia de sus desórdenes neurológicos, provocados por sus excesos, en la génesis de su obra: «La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo [...] Sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño».
Más allá de la policíaca, la narrativa de terror ha sido la que ha dado a Poe su fama. El cine se ha hartado de hacer adaptaciones: desde la magnífica La caída de la casa Usher (1928) de Jean Epstein, hasta las menospreciables versiones pseudoeróticas del último Roger Corman, pasando por Los crímenes de la calle Morgue (1932), Satanás (1934), El cuervo (1935), El péndulo de la muerte (1961), Historias de terror (1962) o La máscara de la muerte roja (1965), donde desfilan actores de la talla de Bela Lugosi, Boris Karloff, Vincent Price o Peter Lorre, entre otros. De entre todas ellas destaca, por méritos propios, La obsesión (1963) del primer ¿imejor? Roger Corman, adaptación del relato de Poe El entierro prematuro.
El entierro prematuro trata de una de las fijaciones en la literatura poeniana: el miedo a ser enterrado en vida. «El enterramiento en vida es sin duda el más aterrador de esos extremos que nunca ha golpeado la suerte de la mera mortalidad», dijo Poe. El gato emparedado en El gato negro o el pobre Fortunato de El barril de amontillado son buena muestra del interés por el tema. Poe, que en palabras de Baudelaire bebía «como llevando a cabo una misión suicida, como si hubiera en él alguna cosa que matar, a worm that would not die», caminaba entre los vivos, ciertamente, pero su alma alcoholizada deambulaba por mundos infernales de los cuales sólo emergía esporádicamente para traernos sus historias, pedazos de su tormento. Baudelaire nos estremece cuando afirma, lleno de razón: «Una parte de lo que hoy nos hace disfrutar de él es lo que le mató».
romi
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