Todavía no cae el sol en una de esas tardes por demás sofocantes, propias del irritante verano que se vive año a año en un pueblito cercano a Campo Gallo.
Y ahí está él, sosegado a la sombra de la que parece ser la única planta capaz de soportar aquel estío. Muy joven aún, aparenta no tener muchas expectativas ni inquietudes, más que sentarse a reposar y contemplar apacible el pobre espectáculo que brinda cada tanto algún huayramuyu (pequeño viento arremolinado) levantando algo de tierra y haciendo mover las ramas de los arbustos. Parece ser ésta la única distracción aparente del lugar.
Podría decirse que “el interior” aún tiene esas cosas. Gente paciente, casi ignorante de las virtudes entre comillas que tiene el progreso y “sus prisas”. Por cierto, es éste el único modo que conocemos algunos –me refiero a la prisa, al apuro, al desvelo- como medios ineludibles que debemos emplear para poder crecer a fuerza de sacrificio y obtener algún día esa ansiada recompensa que nos ofrezca tranquilidad y plenitud, entre otras cosas.
Y Ahí está todavía, como a la espera de algo que nunca llegará. O pensándolo bien, disfrutando de eso que se halla presente y que todavía abunda en ciertos lugares: aquella misma tranquilidad y plenitud que tanto nos esforzamos en conseguir.
Los días son cada vez más cortos, la vida se ha tornado más rápida. Las primaveras pasan casi desapercibidas por la dureza de los crudos inviernos que acontecen en el alma de las personas. No ha quedado tiempo para dedicar –al menos un instante- a esos pequeños detalles que hacen que el sol de la mañana asome de manera diferente por la ventana de todos los días.
La relación entre el tiempo, la naturaleza y el hombre ha cambiado…
Anònimo
1 comentario:
Raro relato, no lo entiendo mucho
Saludos
Maria
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