"De Dante a los pueblos originarios fueguinos, de Herman Melville y su ballena blanca a Bruce Chatwin, el Sur ha sido siempre el escenario predilecto de creadores con espíritu aventurero, amantes del viento y la inmensidad".
En la Constelación del Cisne una estrella gira tan rápido que no deja escapar la luz: brilla por dentro y es invisible desde afuera. Y en Titán, una luna de Saturno, los volcanes lanzan amoníaco sobre mares de color bermellón.
Pero al sur de la Patagonia hay sitios donde la belleza no es menos prodigiosa y sobre eso dieron testimonio tanto la literatura mundial como los mitos de los pueblos originarios.
Los pitagóricos (matemáticos, artistas, poetas) creían que la Tierra del Fuego era el extremo norte de la Antártida y la llamaban Antichton: antitierra. Esa zona, en el medioevo, era calificada como Terra Australis Incognita (o “Nieblas”), y los mapas la ilustraban con sirenas y gorgonas.
Esas regiones eran las antípodas del mundo, donde la nieve caía de abajo hacia arriba y los árboles elevaban al cielo sus raíces y hundían sus copas en la tierra.
Exactamente en esa zona, Dante Alighieri (Canto XXVI del Infierno hace morir carbonizado a Ulises en el Antártico (anti-Ártico), y en una cumbre glacial a la que sólo puede imaginarse como de hielo en llamaradas. Pero en el mismo sitio, entre la Tierra del Fuego y la Antártida, en el Canal de Beagle (antes Onachaga: Canal de los Onas), los antiguos fueguinos creían que empezaba el mundo y no que terminaba. Porque desde ahí, en las horas soleadas, podían ver “la raíz del Universo”, o sea, la Isla de los Estados.
Para llegar al origen del mundo (según los pueblos haush y selk’nam), era necesario cruzar el tempestuoso estrecho de Le Maire, donde chocan el Pacífico y el Atlántico. Estos fueguinos (no menos creativos que Dante) aseguraban que allí había ocurrido una siniestra pelea entre dos grandes chamanes, Kox (el mar) y Shénu (el viento).
A la antropóloga Anne Chap-man, recientemente fallecida, los últimos nativos le contaron que el viento ganó la lucha, pero que el enfrentamiento continua y que, por eso, en el estrecho de Le Maire, imperan los naufragios (efectivamente, en esas aguas el viento y las olas van en dirección opuesta).
La tradición de los antiguos asegura además que, en el pasado más lejano, había nacido entre ellos la nativa más hermosa, llamada Jáius. Pero, como nada es perfecto, la muchacha era tercamente soltera. Y pasó lo previsible: tan bella y tan distante, terminó por convertirse en la misteriosa Isla de los Estados.
Al visitarla en 2000, luego de trepar durante horas en el apostadero naval de Puerto Parry, pude ver a Jáius, en toda su belleza y en todo su aislamiento, entre canelos florecidos, helechos, guindos (árbol medicinal para la cura del escorbuto), calafates de color violeta y frutillas salvajes (rubus geoides). Caía un interminable chorro de agua sobre un inmenso lago azul, que aún no tenía nombre y que brillaba, en la cumbre, a 800 metros de altura. Y allá abajo, entre las montañas de piedra, se abría una piscina natural, con agua transparente, en cuyo fondo podía verse cómo caminaban las centollas.
La Isla de los Estados es la única que no reclama ningún otro país y pertenece indiscutidamente a la Argentina. Pero, sin embargo, la hermosa Jáius sigue sola, casi olvidada, sin convocar el amor y la presencia de los argentinos.
LITERATURAS. Surcando estos mares, Herman Melville persiguió a la ballena blanca y se llenó los ojos con el albatros (ave del fin del mundo).
Fue aquí donde Charles Darwin, a los 22 años, nació a la ciencia y luego, al recordarlo ya anciano, escribió: “Al evocar mi pasado veo la Patagonia... Y al igual que otros pienso en por qué, esos áridos desiertos, echaron tan profundas raíces en la memoria.”
Hasta la misma palabra Patagonia se hunde en el origen de la literatura. Porque hemos aceptado que el término lo usó, por primera vez, la tripulación de Hernando de Magallanes (1520) al descubrir las huellas de grandes pies en la arena (seguramente no eran pies grandes, sino que estaban envueltos en pieles por el frío).
Pero, sin embargo, para Bruce Chatwin, autor de Patagonia (Londres, 1977), un libro de crónicas tan bellas como inescrupulosas, la palabra es usada en la novela de caballería Primaleón de Grecia. La misma palabra –Patagón– señala a un monstruo con cabeza de perro, en el Amadís de Gaula, romance español del siglo XVI.
Guillermo Hudson nació en Quilmes y a los 33 años se radicó en Inglaterra, donde no hizo más que escribir sobre la Argentina y la Patagonia. Su aporte principal, tal vez, es haber llevado la ternura a nuestra literatura: su obra está llena de niños, de hombres duros que aflojan ante la muerte de un caballo y de gauchos que se emocionan al ver volar un panadero de cardo: “De poder vivir sin agua, como los pocos animales que allí había, me hubiera convertido en un ermitaño feliz en la Patagonia”, escribió el autor de Allá lejos y hace tiempo.
La Patagonia es el lugar admirado por los viajeros ingleses Francis Bon Head, Georges Musters y Olaf Stapledon quien, en Last and First Men (Primera y última humanidad), imaginó un mundo agonizante que sobrevivía fundando un imperio al sur de Bahía Blanca.
Es también una región de genocidios y de injusticias, que pueden ser sintetizadas por un párrafo de Osvaldo Bayer (La Patagonia rebelde): “En la estancia La Anita, frente al paisaje más maravilloso del mundo, se les iba a hacer clavar las guampas a los ácratas extranjeros y a los culos rotos chilenos. El ‘ahora van a ver’ del comandante Varela se iba a cumplir con dureza. Porque un tiro en la cabeza no es labor de señoritas, hay que ensuciarse, hay que chapalear sangre caliente.”
Y es una región de entrega y generosidad: el perito Francisco Moreno, que descubrió gran parte de ese territorio, escribió poco antes de morir: “Yo, que he dado 1800 leguas a mi patria, no dejo a mis hijos un metro de tierra en donde sepultar mis cenizas.”
Charles Baudelaire, que lo tradujo al francés, veneraba a Edgar Allan Poe, al punto de rezar todas las noches por el alma del poeta y de escribir su biografia. En esa obra hizo referencia a los cuatro años (1825-1829) sobre los cuales no se tienen datos de Poe. Y creyó descubrir que el autor de “El Cuervo” se embarcó rumbo a los mares del sur americano. En Las aventuras de Arthur Gordon Pym, única novela de Poe, el protagonista viaja en un ballenero, sufre motines y termina naufragando en los hielos antárticos.
PATAGONIA. En el extremo sur de la patria, la literatura se despoja de su carácter de libro y es tan bellamente enceguecedora que hasta podría leerse con las manos. En sus islas, donde las mujeres kawesqar, para pescar, usaban sedales trenzados con sus propios cabellos, confluyeron pueblos originarios, presos, héroes, corsarios, escritores, náufragos y dementes.
Escribió James Weddell (descubridor de las Islas Orcadas y del mar que lleva su apellido) que, al ver por primera a los nativos, un pastor descendió del barco, Biblia en mano. Y ante el asombro de los indios empezó a leerles un versículo en voz alta y ellos, lejos de huir, lo rodearon solemnes.
Hasta que en un momento un nativo se le acercó, le sacó el libro de las manos, se lo llevó a la oreja para escucharlo y, diciendo que no con la cabeza, se lo devolvió.
Pero si para unos pueblos la Isla de los Estados era Jáius, la empecinada soltera, para otros fueguinos era Chuani-sin (lugar donde abunda la comida) y pude verificar, de manera personal, la justicia de ese nombre.
Con el fallecido Aníbal Ford y el antropólogo Carlos Masotta, en el año 2000, descendimos en la isla para visitar el Faro del Fin del Mundo. El barco de la armada que nos había llevado debía volver en cuatro horas. Pasaron seis y, cuando tuvimos hambre, el marino que nos guiaba, se hundió en el océano helado (con su traje especial) y trajo unos mejillones gigantes y sanos (los asó allí mismo), pan de indio (hongo muy sabroso), apio austral (que rebosa de vitamina C) y frutitas del bosque (saben como cerezas).
Eso fue en San Juan de Salvamento, al noroeste de la isla, donde se encuentra una réplica del faro que inspiró la obra de Julio Verne (editada en 1905), aunque él nunca estuvo en la isla. La reconocida imaginación de Verne quiso puntualizar que el faro había sido creado por el capitán Lafayette, al mando de un buque de guerra argentino, y que (siempre en la novela) se mantuvo a cargo de tres fareros llamados Vázquez, Felipe y Moriz.
Pero debe aclararse que el verdadero faro no es “una torre de 32 metros”, sino una réplica de construcción octogonal, de madera, en cuyo interior encontramos un cuaderno en que cada uno de nosotros escribió un mensaje.
Después de rodear la isla y encontrar a cada paso huellas de naufragios, un melancólico atardecer descendimos en Puerto Cook, donde entre 1899 y 1902 estuvo el presidio, que luego se trasladó a Ushuaia.
Sobre una pared en ruinas, carcomido por el tiempo y la naturaleza, pudimos leer apenas un letrero, en varios idiomas: “Aviso: Se ruega a los señores náufragos u otros que usen esta casa, la cuiden y gasten sólo los víveres necesarios para su sustento... 1º de enero de 1896.”
Fue en ese lugar donde recibí, otra vez durante el viaje y en medio del rugido ensordecedor del viento, el recuerdo de uno de los poemas más hermosos de la lengua francesa: El Cementerio Marino, de Paul Valéry (“Entre pinos y tumbas, el mar, que siempre recomienza”). Porque frente a la costa, bajo el viento antártico, vimos los restos de un cementerio, en cuyo frente había una escultura de bronce de la Virgen Stella Maris, patrona de los marinos.
Están allí los restos de presos y de guardias. La primera tumba es de un soldado llamado Carrasco, que en estado de ebriedad mató a un oficial, huyó en un motín, naufragó y murió.
Pero la más patética, rodeada por un breve cerco, es la del capitán Paine y su joven esposa. Naufragaron con el buque de pasajeros Swanilda, el 28 de marzo de 1910, cuando iban en viaje de bodas, y es por eso que la joven fue enterrada con su vestido de casamiento y todas sus joyas.
Por Luis Frontera
romi
PD/Comparto con uds este interesante relato de la Patagonia.
En la Constelación del Cisne una estrella gira tan rápido que no deja escapar la luz: brilla por dentro y es invisible desde afuera. Y en Titán, una luna de Saturno, los volcanes lanzan amoníaco sobre mares de color bermellón.
Pero al sur de la Patagonia hay sitios donde la belleza no es menos prodigiosa y sobre eso dieron testimonio tanto la literatura mundial como los mitos de los pueblos originarios.
Los pitagóricos (matemáticos, artistas, poetas) creían que la Tierra del Fuego era el extremo norte de la Antártida y la llamaban Antichton: antitierra. Esa zona, en el medioevo, era calificada como Terra Australis Incognita (o “Nieblas”), y los mapas la ilustraban con sirenas y gorgonas.
Esas regiones eran las antípodas del mundo, donde la nieve caía de abajo hacia arriba y los árboles elevaban al cielo sus raíces y hundían sus copas en la tierra.
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Tierra del Fuego-Argentina |
Para llegar al origen del mundo (según los pueblos haush y selk’nam), era necesario cruzar el tempestuoso estrecho de Le Maire, donde chocan el Pacífico y el Atlántico. Estos fueguinos (no menos creativos que Dante) aseguraban que allí había ocurrido una siniestra pelea entre dos grandes chamanes, Kox (el mar) y Shénu (el viento).
A la antropóloga Anne Chap-man, recientemente fallecida, los últimos nativos le contaron que el viento ganó la lucha, pero que el enfrentamiento continua y que, por eso, en el estrecho de Le Maire, imperan los naufragios (efectivamente, en esas aguas el viento y las olas van en dirección opuesta).
La tradición de los antiguos asegura además que, en el pasado más lejano, había nacido entre ellos la nativa más hermosa, llamada Jáius. Pero, como nada es perfecto, la muchacha era tercamente soltera. Y pasó lo previsible: tan bella y tan distante, terminó por convertirse en la misteriosa Isla de los Estados.
Al visitarla en 2000, luego de trepar durante horas en el apostadero naval de Puerto Parry, pude ver a Jáius, en toda su belleza y en todo su aislamiento, entre canelos florecidos, helechos, guindos (árbol medicinal para la cura del escorbuto), calafates de color violeta y frutillas salvajes (rubus geoides). Caía un interminable chorro de agua sobre un inmenso lago azul, que aún no tenía nombre y que brillaba, en la cumbre, a 800 metros de altura. Y allá abajo, entre las montañas de piedra, se abría una piscina natural, con agua transparente, en cuyo fondo podía verse cómo caminaban las centollas.
La Isla de los Estados es la única que no reclama ningún otro país y pertenece indiscutidamente a la Argentina. Pero, sin embargo, la hermosa Jáius sigue sola, casi olvidada, sin convocar el amor y la presencia de los argentinos.
LITERATURAS. Surcando estos mares, Herman Melville persiguió a la ballena blanca y se llenó los ojos con el albatros (ave del fin del mundo).
Fue aquí donde Charles Darwin, a los 22 años, nació a la ciencia y luego, al recordarlo ya anciano, escribió: “Al evocar mi pasado veo la Patagonia... Y al igual que otros pienso en por qué, esos áridos desiertos, echaron tan profundas raíces en la memoria.”
Hasta la misma palabra Patagonia se hunde en el origen de la literatura. Porque hemos aceptado que el término lo usó, por primera vez, la tripulación de Hernando de Magallanes (1520) al descubrir las huellas de grandes pies en la arena (seguramente no eran pies grandes, sino que estaban envueltos en pieles por el frío).
Pero, sin embargo, para Bruce Chatwin, autor de Patagonia (Londres, 1977), un libro de crónicas tan bellas como inescrupulosas, la palabra es usada en la novela de caballería Primaleón de Grecia. La misma palabra –Patagón– señala a un monstruo con cabeza de perro, en el Amadís de Gaula, romance español del siglo XVI.
Guillermo Hudson nació en Quilmes y a los 33 años se radicó en Inglaterra, donde no hizo más que escribir sobre la Argentina y la Patagonia. Su aporte principal, tal vez, es haber llevado la ternura a nuestra literatura: su obra está llena de niños, de hombres duros que aflojan ante la muerte de un caballo y de gauchos que se emocionan al ver volar un panadero de cardo: “De poder vivir sin agua, como los pocos animales que allí había, me hubiera convertido en un ermitaño feliz en la Patagonia”, escribió el autor de Allá lejos y hace tiempo.
La Patagonia es el lugar admirado por los viajeros ingleses Francis Bon Head, Georges Musters y Olaf Stapledon quien, en Last and First Men (Primera y última humanidad), imaginó un mundo agonizante que sobrevivía fundando un imperio al sur de Bahía Blanca.
Es también una región de genocidios y de injusticias, que pueden ser sintetizadas por un párrafo de Osvaldo Bayer (La Patagonia rebelde): “En la estancia La Anita, frente al paisaje más maravilloso del mundo, se les iba a hacer clavar las guampas a los ácratas extranjeros y a los culos rotos chilenos. El ‘ahora van a ver’ del comandante Varela se iba a cumplir con dureza. Porque un tiro en la cabeza no es labor de señoritas, hay que ensuciarse, hay que chapalear sangre caliente.”
Y es una región de entrega y generosidad: el perito Francisco Moreno, que descubrió gran parte de ese territorio, escribió poco antes de morir: “Yo, que he dado 1800 leguas a mi patria, no dejo a mis hijos un metro de tierra en donde sepultar mis cenizas.”
Charles Baudelaire, que lo tradujo al francés, veneraba a Edgar Allan Poe, al punto de rezar todas las noches por el alma del poeta y de escribir su biografia. En esa obra hizo referencia a los cuatro años (1825-1829) sobre los cuales no se tienen datos de Poe. Y creyó descubrir que el autor de “El Cuervo” se embarcó rumbo a los mares del sur americano. En Las aventuras de Arthur Gordon Pym, única novela de Poe, el protagonista viaja en un ballenero, sufre motines y termina naufragando en los hielos antárticos.
PATAGONIA. En el extremo sur de la patria, la literatura se despoja de su carácter de libro y es tan bellamente enceguecedora que hasta podría leerse con las manos. En sus islas, donde las mujeres kawesqar, para pescar, usaban sedales trenzados con sus propios cabellos, confluyeron pueblos originarios, presos, héroes, corsarios, escritores, náufragos y dementes.
Escribió James Weddell (descubridor de las Islas Orcadas y del mar que lleva su apellido) que, al ver por primera a los nativos, un pastor descendió del barco, Biblia en mano. Y ante el asombro de los indios empezó a leerles un versículo en voz alta y ellos, lejos de huir, lo rodearon solemnes.
Hasta que en un momento un nativo se le acercó, le sacó el libro de las manos, se lo llevó a la oreja para escucharlo y, diciendo que no con la cabeza, se lo devolvió.
Pero si para unos pueblos la Isla de los Estados era Jáius, la empecinada soltera, para otros fueguinos era Chuani-sin (lugar donde abunda la comida) y pude verificar, de manera personal, la justicia de ese nombre.
Con el fallecido Aníbal Ford y el antropólogo Carlos Masotta, en el año 2000, descendimos en la isla para visitar el Faro del Fin del Mundo. El barco de la armada que nos había llevado debía volver en cuatro horas. Pasaron seis y, cuando tuvimos hambre, el marino que nos guiaba, se hundió en el océano helado (con su traje especial) y trajo unos mejillones gigantes y sanos (los asó allí mismo), pan de indio (hongo muy sabroso), apio austral (que rebosa de vitamina C) y frutitas del bosque (saben como cerezas).
Eso fue en San Juan de Salvamento, al noroeste de la isla, donde se encuentra una réplica del faro que inspiró la obra de Julio Verne (editada en 1905), aunque él nunca estuvo en la isla. La reconocida imaginación de Verne quiso puntualizar que el faro había sido creado por el capitán Lafayette, al mando de un buque de guerra argentino, y que (siempre en la novela) se mantuvo a cargo de tres fareros llamados Vázquez, Felipe y Moriz.
Pero debe aclararse que el verdadero faro no es “una torre de 32 metros”, sino una réplica de construcción octogonal, de madera, en cuyo interior encontramos un cuaderno en que cada uno de nosotros escribió un mensaje.
Después de rodear la isla y encontrar a cada paso huellas de naufragios, un melancólico atardecer descendimos en Puerto Cook, donde entre 1899 y 1902 estuvo el presidio, que luego se trasladó a Ushuaia.
Sobre una pared en ruinas, carcomido por el tiempo y la naturaleza, pudimos leer apenas un letrero, en varios idiomas: “Aviso: Se ruega a los señores náufragos u otros que usen esta casa, la cuiden y gasten sólo los víveres necesarios para su sustento... 1º de enero de 1896.”
Fue en ese lugar donde recibí, otra vez durante el viaje y en medio del rugido ensordecedor del viento, el recuerdo de uno de los poemas más hermosos de la lengua francesa: El Cementerio Marino, de Paul Valéry (“Entre pinos y tumbas, el mar, que siempre recomienza”). Porque frente a la costa, bajo el viento antártico, vimos los restos de un cementerio, en cuyo frente había una escultura de bronce de la Virgen Stella Maris, patrona de los marinos.
Están allí los restos de presos y de guardias. La primera tumba es de un soldado llamado Carrasco, que en estado de ebriedad mató a un oficial, huyó en un motín, naufragó y murió.
Pero la más patética, rodeada por un breve cerco, es la del capitán Paine y su joven esposa. Naufragaron con el buque de pasajeros Swanilda, el 28 de marzo de 1910, cuando iban en viaje de bodas, y es por eso que la joven fue enterrada con su vestido de casamiento y todas sus joyas.
Por Luis Frontera
romi
PD/Comparto con uds este interesante relato de la Patagonia.
11 comentarios:
Romi,me alegro de leer tu texto,que nos lleva a esa tierra de mitos e imaginación.Siempre me gustaron las leyendas en tierras de misterio e inmensidad.La naturaleza envuelve dentro de si a innumerables figuras y espíritus,que nos inspiran y ensanchan la perspectiva literaria.
Mi felicitación por este post y mi abrazo inmenso,amiga.
M.Jesús
María del Carmen, gracias por tu poema, hermoso y muy cálido como siempre.
Besitos y buena semana
María Jesús es cierto es hermoso leer estos relatos que encierran tantos misterios, añarte se aprenden tantas cosas, me alegro que te haya gustado.
Besitos y buena semana
Gracias por compartir esta unión en la que jamás había pensado, aunque la tuviera delante de mi nariz.
Un beso enorme.
Humberto.
Romi, este relato, rebosa mitología y literatura de gran calidad imaginativa.
En un momento, nos sumerges en los misterios de la Antártida con sus marinos y con esa fantasía, mezcla primitiva de mitos y de leyenda.
Un buen escrito este relato de la Patagonia, tierra de fuego y de frío polar, bien documentado, bien expresado como también ameno.
Tierra de los gauchos, donde la hermosa estrella del Sur, iluminaba a los viajeros errantes, aquellos, que con sus carretas se adentraban por esos grandes espacios y senderos del fin de la tierra.
Un beso muy grande Romi. Juan.
HOla Humberto me pasó lo mismo al leer este relato, me alegró leerte.
Besos y buena semana.
Es cierto Galeote este relato es una mezcla de fantasía, mitos y leyendas, es realmente muy interesante.
Besos Juan y buena semana
Simpelemente hermoso...!!!
Saludos.
Mi historia entre tus dedos, gracias.
Besos, buen finde
Interesante posteo.
jc
Gracias Juan.
Besos, buen finde
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