Sólo hay que nombrar a Héctor Tizón para pensar en la aridez y
en la soledad de la Puna. Entre cerros y quebradas transcurren casi
todos sus libros. El paisaje y las historias, en la obra de Tizón, son
la misma cosa. Haberse convertido en un símbolo tan potente de una
región ancestral es el mayor logro de su literatura, mucho más
prestigioso que los numerosos premios y honores que amasó en Argentina y
en el exterior. No son muchos los que puedan jactarse de plasmar tantos
kilómetros de extensión, la idiosincracia que se aloja en ellos y, a la
vez, personajes universales.
Nació en Rosario de la Frontera,
Salta, pero se crió en la yunga verde de Yala, adonde su padre había
llegado para dirigir la estación ferroviaria. Durante décadas fue el
único lugar donde podía escribir, donde aprendió a hacerlo. Se murió
ayer por la mañana, internado por una afección cardíaca en un sanatorio
de San Salvador de Jujuy, a 12 kilómetros del pueblo al que llamaba “el
centro del universo”. Lo velaron en la legislatura provincial y hoy lo
entierran, por supuesto, en el cementerio de Yala. Tenía 82 años.
Paradójicamente publicó su primer libro
A un costado de los rieles
en 1960 cuando vivía en México y se ganaba la vida como agregado
cultural. Otros relatos habían aparecido en diarios de Salta, el primer
destino por el que dejó su pago. Le seguirían La Plata, donde se graduó
como abogado, México, Italia –como cónsul– y España, durante el exilio
al que lo obligó la última dictadura militar. Muchos años más tarde
sería ministro de la Suprema Corte de Jujuy.
En 1969 apareció la primera de sus novelas. En
Fuego en Casabindo
Tizón relata la derrota de los coyas, pobladores originarios de su
Puna. El libro se convirtió en un éxito y la desolación y melancolía del
paisaje y su potencia mesiánica ya no se irían más de su obra.
Tres
años después el autor escribe en su diario: “Hoy me he levantado a las 5
de la madrugada: comencé a releer la última novela que se titula
Cantar del profeta y el bandido.
Cincuenta páginas de un tirón”. Para su segundo libro, Tizón ya
escribía con disciplina, por las mañanas, en el jardín, y casi siempre
los fines de semana, porque el resto de la semana lo ocupaban sus tareas
profesionales como abogado, juez de paz o, después, como convencional
Constituyente por la Unión Cívica Radical. Pero nunca dejó de escribir,
ni de tomarse el tiempo que consideraba necesario. A María Esther
Vázquez le confió : “Escribir debe ser una función armónica. Es lo mismo
que hacer el amor de prisa, una barbaridad”.
En 1976, a los 48
años, Tizón abandonó la dirección del diario “Proclama” y se refugió en
España. Semanas después de establecerse en Madrid escribió: “El regreso
no existe. Es la verdad que duele y entristece, como todo naufragio”.
El
exilio forzoso cambió para siempre su escritura. El desarraigo se
convirtió en obsesión, aunque nunca dejó de narrar la Puna. De la
imposibilidad de regresar y de crear en tierras extrañas tratan varios
cuentos y su novela
La casa y el viento, escrita en España.
A
su regreso insistió con novelas, cuentos e incursionó en el ensayo. En
los últimos años publicó sus memorias y este mes acaba de editarse sus
relatos de
Memorial de la Puna. En ambos hay un tono de
despedida. En el primero Tizón revela para quién escribía: “Escribo para
los muertos, para los que vivieron en aquellos años por los cuales
sentimos nostalgia”. Ahora, sabemos: escribía para sí mismo.
romi